Hace unos días leí, en redes sociales, el testimonio de un hombre que se vio secundado por muchos otros que habían vivido la misma experiencia. Seguramente os sonará -por vivirlo en primera persona o por cercanía- la imagen de un padre (generalmente el padre, no la madre) distante, agresivo, de malos modos y maneras. Sin sonrisas, sin cariños, sin tequieros. Pasados los años, padre e hijo dejan de vivir bajo el mismo techo y la relación mejora. Hay más distancia, hay menos tiempo juntos. Y, por otra parte, padre e hijo han madurado (o eso se espera).
La vuelta de tuerca de esto se da cuando el hijo habla con los compañeros de trabajo de su padre y se entera de que lo tienen por una persona estupenda: alegre, trabajadora, siempre capaz de echar una mano y de animar.
Y estoy seguro de que este escenario tiene puntos en común con esa lacra de la violencia de género. Nos encontramos en muchas ocasiones con que esas personas que ejercen violencia contra sus parejas son, en otros ámbitos, excelentes. Quizá yendo por esos dos hilos lleguemos al mismo ovillo.
No puedo ni imaginarme lo complicado que tiene que ser gestionar todo esto. Todo mi apoyo para quienes estáis o habéis pasado por esa situación. Buscad ayuda, por favor. Por vosotros. Por vuestros hijos. E, incluso, por vuestros padres.